Festival de Gijón (V): Espectros

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Si ayer comentábamos que la Sección Oficial estaba resultando tal vez la más mustia de todas, el nivel medio de la misma ha mejorado sustancialmente mientras nos aproximamos a la línea de meta del certamen. Lo descubierto durante las últimas jornadas, sin carecer de fisuras, se asemeja más al modelo de cine que uno espera destapar en este marco: uno matizado, adulto y consecuente.

La china Trap Street ofrece una pluralidad de lecturas que la transforman en una obra compleja a pesar de la evidencia de sus metáforas políticas, recorridas por el espectro de una obsesión dual por la vigilancia omnipresente a través de los juegos de cámara. Su tramo final consigue desatar la tensión y paranoia subyacentes en una demoledora crítica al poder que no pasa de efectiva en su faceta de thriller urbano, pero sí consigue dejar un inquietante poso al enfrentar nuestra condición de espectadores de lo que sucede en la jaula que es la China de hoy con la incredulidad de los mecanizados animales que la habitan.

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El discurso político también está implícito en el punto de partida de Melbourne, ópera prima del iraní Nima Javidi, que sin embargo no logra alcanzar grandes cotas justo por no explotarlo debidamente. La historia de una pareja que huye a la próspera Australia dejando el muerto de la situación de su país al vecino –literalmente– funciona en las estancadas aguas de su superficie, un juego teatral con los resquicios interiores de un piso de Teherán que recuerda en demasía a los secretos y mentiras que se van destapando en las películas de Asghar Farhadi (Nader y Simin), pero sin que nada llegue a estallar. Nos llevamos de ella un suficiente sabor de boca, no reñido con una clara sensación de malograr lo que podía haber sido de contar con un trasfondo algo más pulido. Pero ya estaríamos otorgando al director una responsabilidad que no tiene: no todos los cineastas iraníes pueden aspirar a ser tan contundentes como Farhadi, y menos aún cuando se trata de su primera obra.

En la primera crónica hablamos de las relaciones que surgen espontáneamente durante los festivales entre obras opuestas, que acaban siendo coetáneas sin pretenderlo. Si Melbourne habla de la transmisión de una carga social, en It Follows el peso es muy distinto, aunque la fantasmal Detroit que sirve como escenario a la angustiosa trama no diste mucho de tantos lúgubres escenarios alejados de Occidente que hemos visto durante estos días. No se pueden poner muchas pegas al trabajo de David Robert Mitchell, que presenta las reglas de su juego como la extensión de las fronteras del terror hacia cualquier ámbito de la vida cotidiana en un lugar que se comporta como otro espectro más, tal vez el más amenazador de todos.

Sergio de Benito

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