Según avanzan las jornadas de festival, uno aprecia más los escasos huecos libres que quedan en un calendario que deja mucho margen para la imprescindible elección personal y poco para el error. Desde la perspectiva de la cobertura de un certamen con numerosas secciones y pases que inevitablemente se solapan, los últimos instantes del día suelen estar siempre reservados para plasmar las sensaciones.
Pero entonces abres el ordenador y observas todo lo que has ido acumulando durante el día en tu rutina virtual: mensajes por responder, personas con las que seguir intercambiando pareceres incluso aunque diez minutos antes hayas estado con ellas en la calle. Y entonces te das cuenta de que Jason Reitman tenía algo de razón, por mucho que su Hombres, mujeres & niños diste muchísimo de ser una obra inspirada. Detrás de una estructura claramente fallida se esconde la crónica de un tiempo en el que padres e hijos conviven en un medio tan distinto para unos y otros, también de la incomprensión de nuevas problemáticas estructurales a las que alguien tiene que dar una respuesta que desconoce. No, no estamos ante una demonización de las formas de comunicación que se han impuesto en los últimos años, sino más bien ante alguien que pretende sintetizar en dos largas horas todos los estereotipos sobre las formas de enfrentarse al tema presentes en nuestro día a día. Y ahí es donde no se sostiene: si los miedos de los personajes son creíbles, la manera de plasmarlos a través del lenguaje cinematográfico no lo es. Queda, como tímida consolación, un intento menos conservador que alguno de los trabajos anteriores del canadiense.
También profundamente incomunicados bajo la gruesa capa impuesta por un entorno hipersocial se hallan los protagonistas de la comedia mexicana Los hámsters, cuyo estatismo inicial parece emparentado con el que hemos visto en otros recientes frescos adolescentes del país azteca, como los de Fernando Eimbcke (Club sándwich). La ópera prima de Gil González se centra, en cambio, en un espacio familiar compartido sólo físicamente, en el que sentarse en la misma mesa no supone conocer nada del otro. Su rémora es que el trazo del entorno aparece apenas trabajado, dando como resultado un material acaso insuficiente para construir un largometraje a través de situaciones mínimas que lo confían todo a la simpatía –o rechazo– por sus jóvenes protagonistas.
Si ser adolescente en Estados Unidos o México es crudo, vivir esa etapa en una república caucásica dispuesta a mantener las cicatrices de décadas de conflictos resulta insoportable. Es lo que le sucede al personaje principal de la georgiana I’m Beso, cuyos días transcurren matando las horas como puede en un paisaje ruinoso que no tiene visos de dejar de serlo. Vive en un entorno dispuesto a mantener la estructura de tiempos pasados sin medios para mantenerla, que se resiste a la evolución e impone el esfuerzo físico como única vía de consecución de unos objetivos vitales que, al final, quedan reducidos a la inane permanencia en la desolación que ya afecta a varias generaciones. Por eso las letras absurdas y grandilocuentes de sus raps aparecen como un deseo de occidentalización y apertura frente a la cómica agresividad de los himnos patrióticos, recalcando lo imposible de guardar los mecanismos sociopolíticos de antaño. Poco importa que la primera película del jovencísimo Lasha Tskvitinidze cuente con las lógicas disrupciones de una obra iniciática, su retrato de un país es tan convincente que ya lo podemos situar entre esas pequeñas sorpresas que hacen que los disfrutables maratones horarios tengan un sentido más completo.