Festival de Gijón (I): De lo humano y lo espiritual

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En el marco de la vorágine que supone un festival de cine tiende a ocurrir el recurrente hallazgo de paralelismos entre los títulos más insospechados, de poder convertir el visionado de dos películas a priori lejanas en (casi) complementarias cuando, en realidad, lo que se antoja más probable es que su programación consecutiva responda a motivos aleatorios. Era todavía la jornada inaugural de la 52ª edición del Festival de Cine de Gijón y nos regaló, entre los títulos que más alegrías prometían, dos ocasiones muy distintas de reflexionar acerca de nuestra naturaleza pasajera.

La elección para abrir el certamen fue Calvary, de John Michael McDonagh (El irlandés). En ella los abundantes planos del agreste paisaje isleño, tan calmado en apariencia como abrupto cuando el agua penetra en las rocas, atemperan y sirven como perfecta metáfora de la oscura situación interna de su protagonista, el párroco de un pequeño pueblo que observa cómo una vida dedicada en pos de la existencia de algo superior toca a su fin marcada irremisiblemente por la naturaleza terrenal de su entorno, en cualquiera de las acepciones que quieran otorgarse. Un inmenso Brendan Gleeson, cuyo orondo rictus irradia una rotunda calma no reñida con la manifestación de su tormento interior, refuerza esta lectura de una obra a la que el desigual interés de los personajes que sirven para dibujar su retrato, unido a los afilados diálogos en los que parece querer apoyarse McDonagh como principal arma, privan de poder haber alcanzado cotas mucho mayores a través de su calibrada visión de la fe y el estoicismo.

Priest (Brendan Gleeson) in Calvary

Aunque situándose en un polo narrativo opuesto, también de la estrecha relación entre lo humano y lo espiritual habla Still the Water, la última película de la japonesa Naomi Kawase. Si Calvary golpea a través de la fuerza de las palabras en su paisaje, aquí lo hacen principalmente –y con mayor efecto– unas imágenes cuyo mágico fisicismo subraya la naturaleza mortal del ser humano y nuestra condición de parte de esa serie de ciclos implacables que es la vida en el planeta. La directora moldea su discurso con una sensibilidad tan especial que le confiere un aura casi mística de obra insondable, reforzada por la particular contundencia de varios momentos que roban el aliento. Es obvio que la conexión con su filosofía tiene mucho que ver con la profundidad del vínculo que cada uno esté dispuesto a establecer con la propuesta, tan desbordante en su lirismo como esas tempestades que llevan consigo cuerpos despojados de una vida no mucho menos efímera que la de las olas que los arrastran.

Sergio de Benito