Título original: ‘Love is Strange’. Año: 2014. Duración: 974min. País: EE.UU. Director: Ira Sachs. Guión: Ira Sachs, Mauricio Zacharias. Fotografía: Christos Voudouris. Reparto: John Lithgow, Alfred Molina, Marisa Tomei, Darren Burrows, Charlie Tahan,Cheyenne Jackson, Tatyana Zbirovskaya, Olya Zueva, Jason Stuart, Darren E. Burrows, Harriet Sansom Harris, Manny Perez, Christina Kirk, John Cullum, Eric Tabach, Tank Burt, Daphne Gaines, Christopher King, Maryann Urbano, David Bell. Productora: Parts & Labor Films / Charlie Guidance / Mm…Buttered Panini Productions / Sony Pictures Classics. Género: Drama. Estreno (España): 07/11/2014.
A veces olvidamos que en el cine ya hemos visto todo. Que nos sentamos en la butaca con ideas preconcebidas y conspiraciones mentales sobre tramas, personajes y giros triunfales, sabiendo que podemos encontrar ejemplos de cualquiera de los anteriormente nombrados en múltiples filmes presentes a lo largo de distintos géneros y décadas. Y a veces, en ese olvido, olvidamos que nos equivocamos. A veces, escasas veces, el séptimo arte nos recuerda que juega a su favor el factor sorpresa. Esa vez es ahora. Ese factor sorpresa, «El amor es extraño».
Es cierto que la temática homosexual ya ha hecho aparición en el séptimo arte en numerosas producciones: ‘Mi nombre es Harvey Milk’, ‘Brokeback Mountain’, o la aclamada TV movie ‘The Normal Heart’; pero todas ellas centraban en este hecho uno de los mayores valuartes de su atractivo y trama. En contraposición a todas ellas, ‘El amor es extraño’ ofrece algo que no habíamos encontrado aún: la condición sexual de la pareja protagonista tratada como algo irrelevante en la trama, puramente anecdótico. ‘El amor es extraño’ son Ben y George y la historia de amor, complicidad y cariño que les ha unido durante 40 años, y cómo afecta a esta un giro drástico de los acontecimientos tras su matrimonio, pero hubiera seguido funcionando igual si fuera la historia de Ben y Olivia, de George y Elizabeth, o de Stephanie y Julianne, porque la historia en sí funciona, y porque encuentra en esta un medio de plasmar cómo el cine puede extrapolar la situación de centenares de personas a lo largo del mundo.
El despido de George (Alfred Molina) tras su enlace, sin explicación alguna, y que encierra una férrea crítica hacia la Iglesia, provoca que él y su marido Ben (John Lithgow) no puedan permitirse el nivel de vida que antes poseían y se vean forzados a abandonar su piso en una acomodada zona neoyorquina. La dificultad para encontrar apartamento dada su situación económica termina desencadenando que George resida temporalmente en casa de unos familiares jóvenes donde las fiestas se producen día sí y día también, y Ben sea acogido por su sobrino y su familia, incluyendo un hijo en plena adolescencia. Las dificultades de la convivencia, el redescubrimiento de personas a quienes creías conocer y el futuro incierto hilan de forma precisa el cuadro de una historia rápida pero recreada en su sencillez, íntima y construida en torno a pequeños detalles, no por ello exenta de toda la grandeza a la que es meritoria de reconocimiento.
Cine cercano, teatral sin ser teatralizado, cuesta creer que tras cada una de las escenas que visualizamos se esconda un ¡corten!. Que Ira Sachs sea simplemente director de una cinta y no realizador de un documental sobre las problemáticas que una pareja puede encontrarse en un momento determinado de su compromiso vital. El arte de contar historias sencillas es tan complejo que resulta increíble que Sachs, y pese a nominaciones como los Premios Gotham, no vaya a ser reconocido por ello. Porque todo en esta cinta es naturalidad. Gestos, miradas, cariño semioculto bajo las dificultades, y que no por ello pasa desapercibido. La visualización del amor en su auténtica magia, la cotidianeidad y la simpleza del día a día, y no el hecho poderoso, impetuoso y magistralmente sorprendente con el que, en muchas de las producciones cinematográficas, solemos asociarlo.
Artífices de esa magia, de cómo hacernos partícipes de una historia hace 40 años ya comenzada, Lithgow y Molina iluminan, junto al resto del elenco (a destacar Marisa Tomei), en un continuo estado de gracia. Verlos es como asistir a una lección magistral de interpretación. Una clase de amor por el séptimo arte encerrada en una clase de amor puro y sincero por otra persona. Contemplarles es dejar de creer, por un momento, que sigues tras la comodidad de la butaca y la seguridad que da la barrera de la pantalla, y sentirte testigo de un secreto, de una historia que presencias y vives como un miembro más de ese peculiar núcleo familiar.
Su ritmo aguanta, su guión decae y, en ocasiones, hace aguas. La construcción de sus personajes es sólida, el desaprovechamiento de ese adolescente que adquiere creciente importancia es en cierta forma inentendible y notorio. En sus fallos, equilibra sus aciertos. En su tragicomedia, nos encontramos carentes de lágrimas y de risas. Y es en es desorbitada rareza, casi predestinada al fracaso, donde descubrimos que «El amor es extraño» funciona. No exagera las situaciones dramáticas de cada uno de los subnucleos. No exagera las notas de gracia (atención a la escena sobre cómo explicar a una persona mayor el fenómeno «Juego de Tronos»). Simplemente da al play, y deja la cámara grabando cómo la naturalidad puede ser protagonista de la complejidad de un cambio inesperado. Y nos lo creemos. Y les contemplamos. Y aprendemos.